Las mujeres se parecen al alcohol, Dios las creó puras eh insípidas pero al fermentase se ponen buenas, agrias, turbias, abrumadoras y caóticas. Como el licor añejo, lleno de prohibiciones moralistas.
Dependiendo de la edad el hombre la descubre como un dulce, un refresco o un vino que torna sus sabores de suave a agrio según la profundidad del embriago.

Emborrachan como el licor, luego de un largo sueño químico la víctima despierta con remordimiento.

Así mismo un amigo nos aconseja, para el guayabo, beber una más. Es así como poco a poco nos hundimos en el infinito, profundo agujero de la desesperación. Una tras otra, gota a gota la turbia corriente del derrotado que levanta su frente de equilibrista auto nombrándose domador.

Están ahí quietas, hundidas, únicas sometidas por la gravedad a ser servidas como contenidos de un vaso de cristal. Y nosotros los enfermos famélicos, inermes sentimos, estacionados, el oleaje de un fenómeno humano que no ha parado jamás y nos humedece las entrañas el deseo prohibido de escapar de la realidad.

Nos comprometen, untándonos de ellas el interior. Frotándonos su alma con agonía al dejarnos creer que hay una salida a la vida sin tener que morir. Nos enseñan a mentir ayudándonos a creernos nuestros propios engaños.

Ellas son todas: Bonitas, hermosas, exóticas, eróticas, tiernas, seductoras, apabullados, sexuales y perfecta.

Autor Luis Fernando Urrea Beltrán

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