Esta no es la historia de una invasión extraterrestre, esta es la crónica de como los hijos de un planeta consumen todo hasta que no queda nada.
Vivimos en una gigantesca nave espacial que tiene una superficie de 510.1 millones de kilómetros cuadrados y la superficie humanamente habitable es de 360.000.000 km2 incluyendo desiertos, ríos y bosques. Estas dimensiones no son permanentes por que durante el tiempo de la vida multicelular con más o menos nuestras dimensiones y que se mueven sobre la tierra seca hemos tenido que enfrentar cambios climáticos y tragedias mundiales que reducen el espacio.
Nuestros antepasados han aprendido a adaptarse
a los cambios de manera generalmente rápido, no como un aspecto especial que nos diferencie de los otros animales. Más bien en el mismo sentido; con cambios de color de piel y ojos, como otro grupo de adaptaciones visibles y no visibles. Adaptaciones que permiten a comunidades humanas soportar diferentes climas y sobrevivir a pestes aniquiladoras.
Las comunidades en la que estamos incluidos en este año dos mil veintidós, que son grandes aglomeraciones de personas en medio de lo que conocemos como la división del trabajo, nos ha aislado del proceso de producción de los alimentos y la ropa. Las comodidades de las ciudades nos enfrascaron en la idea de que para obtener recursos como el agua y la vivienda debemos de tener dinero. Las familias que tienen el privilegio de vivir en el campo están contantemente bombardeadas sobre las bondades de las ciudades y solo unos pocos tienen claro el privilegio de conocer el significado real de vivir con naturaleza. Los citadinos quedamos impactados de la violencia que la vida rural. Mas allá del romanticismo que conllevan las historias contadas en las películas, la vida en el campo conlleva una relación sincera o brutal con la naturaleza. Existen sus detractores porque comparan la tarea campesina de domesticar la naturaleza con el arte ancestral de los nómadas que consumían los recursos naturales hasta un punto y luego se trasladaban para dejar que la naturaleza se restaurara. Pero definitivamente quedó en el pasado esa idea de que la naturaleza era infinita y que había que someterla de todas las formas.
Los movimientos naturalistas presentan alternativas que intentan intervenir en las costumbres alimenticias y energéticas de las personas con argumentos tan místicos y con retoricas tan poco prácticas que se vuelven sospechosas. Tan sospechosas que se parecen más a unas doctrinas religiosas o políticas con la iniciativa de reclutar gente para obtener beneficios mezquinos.
La humanidad está en la tierra en una situación al azar y en ningún caso fuimos elegidos para protegerla o apropiarnos de extensiones de tierra mar o aire. Solo estamos aquí en el paraíso como una criatura más con el peor de los privilegios; la curiosidad y la duda.
Mi propuesta en este texto es evidente frente a los nuevos adelantos tecnológicos. Puesto que ya se han realizado grandes pasos para habitar lugares fuera de la tierra, como la luna o marte. Se pueden (se debe) utilizar esos conocimientos en habitad de espacios difíciles para conquistar desiertos, zonas heladas y profundidades del mar. Poniendo los pies en la tierra entiendo que la idea es utópica e implica que lo que los espacios que conocemos como las ciudades en los países fueran poco a poco despobladas, permitiendo más espacio al mundo natural. Además, no implica que dejemos de consumir la naturaleza, mi invitación es a seguir conviviendo con ella, porque, aunque nos sintamos seres superiores no somos más que un animal más que es depredador y presa en medio de esta gran cadena de la vida.
- Luis Fernando Urrea Beltrán
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