Inmerso como estaba en mis investigaciones de los sucesos extraños; permanecía atento a eventos que en apariencia inexplicables me llevarán a evidencias tangibles de eventos sobrenaturales.
Anterior a este periodo de mi vida, mi trabajo como periodista cazador de funcionarios corruptos e historias llamativas para el consumo mediático me tocó vivir eventos que, en mi cotidianidad, no había experimentado.
Es decir, había escuchado historias de los abuelos y algunas tías que afirmaban saber de gente con conocimientos en ocultismo, que practicaban posiciones y maleficios. Pero el tema no me interesaba.
En el centro de Bogotá hay infinidad de carteles que invitaban a las personas a mejorar su suerte, su salud o recuperar el amor perdido. Estuve tentado a buscar a uno de estos chamanes y brujas para que me instruyan, pero algo dentro de mí me frenó. Sin embargo, de tanto comentar el tema en una reunión política se presentó la oportunidad de saludar a una mujer que me dio su nombre fuerte y claro pero solo retumbo en mi cabeza cuando dijo “profesión: bruja” mientras estrechaba mi mano.
No sé qué que expresiones de mi rostro preponderaron mientras mis emociones volaron del pánico profundo a la fascinación rotunda, mientras apretaba su suave mano.
Ese día comenzó una gran amistad y pude contar con una nueva perspectiva de la realidad, comenzando por la invitación a visitar su casa. Con una envidiable chimenea que calentaba los días mayormente fríos; me mostro su profusa biblioteca de novelas de terror, compartió conmigo sus conocimientos de literatura de misterio y su amplio bagaje en conocimientos místicos y teología alternativa.
Fue una de las tardes más enriquecedoras, no porque me convirtiera en creyente o respondiera dudas de antaño. No, más bien porque me permitió conocer la cosmovisión de un grupo de personas que optaron o tienen la suerte de tener conocimientos milenarios. Horas después ya de noche debía despedirme, aunque no quiera, cuando vimos que la puerta de la calle se abrió y la bruja se paró firme y grito a la puerta: ¡fuera, fuera que no tienes permiso para entrar! Luego de relajarse me miró y sonrió.
Mi mente voló a unos episodios que usualmente me suceden en los ascensores donde la maquina se detiene en pisos inhóspitos y las puertas se abren, pero al iniciar el proceso de cerrar se detienen de golpe como cuando alguien mete una mano o una pierna. Yo solía decir –siga señor fantasma- como una broma personal.
Ella me explica su reacción sobre la puerta abriéndose: que puede ser es un ente desconocido y que no sabemos quién es y cuál es su intención por lo que no debemos dar nuestro permiso para que ingrese.
– Luis Fernando Urrea Beltrán
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