La caminata de regreso al pueblo de Nocaima comenzó a las tres de tarde, estábamos gozando de una tarde de paseo en la finca de un tío. Vimos cómo se fue ocultando el sol durante las tres horas de caminata que nos demoramos en llegar a la tienda del camino. Eran las seis de la tarde, el cielo se enrojecía y perdía todos los colores y comenzaban a aparecer las estrellas en un espectáculo hermoso.
Subimos el morro que separa la casa del camino en un último esfuerzo antes de sentarnos en las bancas largas que están al lado de la cancha de tejo y pedir siete gaseosas.
Desde donde estábamos podía ver el camino de lado a lado y si miramos para atrás también el televisor en la sala de la casa.
Al cabo de quince minutos cuando ya estábamos a punto de acabar con nuestros refrescos; Alejandro se puso de pie y eufórico nos mostró un carro que venía de bajada por el camino. Nos movimos enérgicos y renovados por el acontecimiento que olvidamos el cansancio y buscamos rápido bajarnos el morro para llegar a la carretera y poder ver el carro a la luz de la luna. Para sorpresa de todo el vehículo mermó la velocidad y subió hasta donde nosotros.
Alejandro no ocultó su emoción por los automotores de lujo y se le acercó para buscarle la marca. Todos lo vimos tocándolo y sentándose sobre la tapa del motor del aparato aerodinámico plateado con franjas azules en los costados y vidrios polarizados negros. Él estaba feliz y nosotros maravillados por la hermosura del vehículo, cuando quisimos bajar nos llenamos de una emoción nerviosa que nos obligó a mirarnos a las caras. Al parecer al mismo tiempo descubrimos que ese vehículo era diferente pues a aparte de no tener ningún logo o nombre tampoco tenía placas, no parecía tener algún tipo de puerta y cuando todos nos agachamos a mirarlo por los lados no le encontramos ruedas y me corrió un escalofrío por la mano con la cual estaba tocando una lata fría y plateada de donde debería sobresalir la rueda delantera izquierda. Todos pegamos un brinco para atrás alejándonos del aparato y acercándonos a la casa. Alejandro no entendió nuestra actitud, pero cambio su rostro y lentamente se bajó sin dar la espalda y cuando él llegó hasta donde estábamos todos anonadados, el extraño aparato giro de ciento ochenta grados y retomo el camino.
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Autor Luis Fernando Urrea
Esta historia es parte del compendio Archivos Comysec